sábado, 4 de abril de 2015

METAFORA DE VIDA


    

    “DISTINTAS FORMAS DE MIRAR EL AGUA” – JULIO LLAMAZARES.

   En el último libro de Julio Llamazares se nos muestran diecisiete formas de mirar el agua que, en realidad, serían diecisiete formas de mirar la vida. Porque si hay un símbolo de esta última éste siempre ha sido, es y, probablemente, seguirá siendo en el futuro, el agua.
   Los astrólogos lo saben muy bien cuando estudian el universo: para rastrear la posibilidad de vida en él, hay que rastrear el agua.
   El origen de la vida en la Tierra también fue en el agua, donde empezaron las primeras bacterias y, nosotros mismos, flotamos en el útero materno, relleno fundamentalmente de agua, antes de nacer.
   Pero Julio Llamazares lleva al protagonista de esta historia,  un muerto que ya es solo un montón de cenizas tras su incineración,  a que repose bajo las aguas de un pantano que cubren el pueblo donde aquel nació y de  donde fue expulsado, precisamente por otra gran fuerza generadora de vida, que es el progreso, y que bien pudiera representar la presa con la que se construyó el lago.


    Y cada una de las diecisiete personas, sus familiares y seres más queridos, que lo despiden, echando sus cenizas al pantano, solo hacen que rumiar, cada uno con distintas ideas en su mente y sentir, con diferente dolor e intensidad en su corazón,  esta paradoja  de nacer del agua y morir ahogado en ella.
   O recordar las ilusiones del principio de la vida y cómo te aparta de ellas el manotazo del destino, bien, disfrazado de progreso, bien, desnudo y mostrando toda la aleatoriedad y dureza de la que es capaz.
   Porque el agua también destruye la vida que crea, como el tiempo que nació con nosotros nos va devorando día a día hasta terminar de aniquilarnos.
   Ya en las entrañas del libro de los libros, Dios anegó el mundo de agua para acabar con él, aunque salvara a Noé y su Arca.  Porque el agua da la vida pero también la quita, como cada bocado de aire que respiramos nos alimenta, pero nos va oxidando por dentro, hasta convertirnos en herrumbre. O, como cada paso del progreso se lleva por delante a todas las víctimas que se necesitan para darlo.
    Así que estos diecisiete testigos del naufragio de la vida del protagonista, se miran en el agua,  pero solo para verse sus propias cicatrices en el espejo.  Tal vez busquen su propio Arca de Noé,  esa urna de latón, donde un día reposarán sus propias cenizas, mientras se preguntan atónitos a sí mismos qué sentirán los otros, tan inermes como ellos y si todo este embrollo habrá merecido al final algo la pena.
    Y esta metáfora es lo que a mí más me ha gustado de este libro en el que, sin llegar a los decibelios de “La lluvia amarilla”, puede oírse sin embargo, muy nítidamente, el grito de la soledad y del infortunio humanos.  Que es el tema, a mi juicio, recurrente en la obra de este escritor tan singular.
    Porque hay muchas más de diecisiete formas de mirar el agua, tantas como hombres sobre la tierra, aunque solo haya, al final, unas solas y únicas cenizas, que nos recuerdan, sin embargo, que una vez fuimos fuego y brillamos en la oscuridad, mientras nos duró la gasolina.
     O,  simplemente, es que vino el agua del pantano y quedamos anegados por él.

    Francisco Rodríguez Tejedor

    Escrito para el blog: www.eldiaquefuimosdioses.blogspot.com