martes, 20 de octubre de 2015

LIBERTAD INMENSA





Yo tenía un loro pequeño: un agaporni.  Era un pájaro gracioso y cariñoso. Y, sobre todo, alegre. Que solo hacía que cantar y cantar.

 Cuando yo tenía alguna pena, lo miraba y me sentía indigno de quejarme. Un pájaro tan bello, enjaulado y, sin embargo, tan alegre, que me daba lecciones de vida un día sí y el otro también.

Últimamente, estaba algo preocupado con él.  Llevaba ya 10 años con nosotros. Y yo acababa de leer que su vida oscila normalmente entre los 8 y los 12 años. Era pues un pájaro maduro, si no viejo. Cualquier día me temía que íbamos a encontrárnoslo enfermo, o algo peor.

Sin embargo el destino se apareció el otro día con otro final.



Yo estaba desayunando cuando, al mirar por la ventana a ver qué día hacía, de repente, lo vi. Caminando por el suelo de la terraza y mirando a un sitio y al otro como si estrenara el mundo. Salí rápidamente a ver qué había pasado y vi su jaula, en el sitio de siempre, con la puerta abierta.  Luego, dedujimos que llevaba, al menos, dos días, sin atreverse a salir desde que nos la dejamos así en un descuido.

Salí y nos miramos. Yo no sabía qué hacer. Cogí la jaula y me acerqué para ver si quería volver a entrar en su casa de siempre. Me miró. A mí y a la jaula. Me sentí como si fuera solo pasado. Él tenía un brillo especial en sus ojos.

Se subió a la barandilla de la terraza. Frente a él el vacío inmenso. El espacio sin límites para volarlo, para recorrerlo.

Por un momento miró hacia atrás. Hacia su pasado. Su jaula le esperaba, cómoda, confortable. Siempre llena de comida. Y de agua. Y de cariño.

Pero no fue suficiente. Me miró un momento sin pestañear. Y, luego, se lanzó al vacío.  Llevaba con nosotros 10 años.  Y nunca había volado, porque había nacido en una jaula.

Lo observé preocupado. Tenía que cruzar toda un ancho jardín para llegar al otro bloque. Pensé que caería poco a poco hasta el suelo. Pero no fue así. Su vuelo fue ascendente. Hasta lo alto de la antena de televisión. Allí se posó, orgulloso de su hazaña. Y me miró de nuevo, en la distancia, con mi jaula en la mano. Y se puso a cantar, más fuerte que nunca. Tal vez para que yo lo oyera.

Un tanto avergonzado bajé la jaula y la dejé en el suelo. Luego voló de nuevo más allá. Hacia un nuevo horizonte.

Le dejé su jaula en su sitio de siempre. Y le puse la comida que sabía que le gustaba más. Y la puerta abierta.

Por si la necesidad le acuciaba.
Varios días después noté que alguien había entrado en la jaula y había picoteado de la comida.  Nunca sabré si fue él. Si en algún momento nos echó de menos.

Luego, el silencio.

Cuando paseo por el barrio y oigo algunos pájaros que cantan como él levantó la cabeza y miro entre los árboles.

Pero no sé si me ve.

Solo quiero que esté bien.

Y que disfrute de la libertad inmensa que ahora tiene.  Y que nos eche, si es posible, un poco de menos.

A nosotros que seguimos enjaulados. Y que lo quisimos tanto.


Para el blog: www.eldiaquefuimosdioses.blogspot.com