sábado, 9 de septiembre de 2017

BAJO EL AGUA



Grace y Derek son dos jóvenes malayos pobres, que no tienen apenas nada, excepto quizá el uno al otro. A sus respectivos padres, que viven o malviven cada uno por su lado, les pasa, más o menos, lo mismo, toda su vida han sido pobres como ratas y, probablemente, les ocurre a sus abuelos, aunque en realidad no saben ni qué fue de ellos. Trabajan en el McDonald’s, en la parte de atrás, su chino es corto y pueblerino y no digamos su inglés, a pesar de los nombres que les pusieron sus padres, en el que apenas sobreviven, insuficiente en todo caso para atender al público. Así que limpian, descargan, ordenan las mesas y también fríen las patatas y hacen las hamburguesas si es necesario. Allí se conocieron y allí siguen, tratándose con indiferencia, no sea que acaben por separarlos y repartirlos en establecimientos diferentes, el negocio, ya se sabe, requiere atención máxima, lo que se consigue estando un poco enfurruñado y hasta cabreado, todo lo contrario a las ensoñaciones, divagaciones y hasta emociones placenteras que suele producir el contacto con tu pareja, por la que te sientes alucinadamente colgado.
     Los sábados hacen el turno de noche y, como es un establecimiento grande, céntrico y muy visitado, no cierra hasta las tres de la mañana y ellos luego tienen que recoger, embalar, ordenar, limpiar las máquinas y dejar todo listo para el día siguiente, así que, en torno a las cuatro menos cuarto salen a la calle. Últimamente lo tienen muy claro, no tienen casa propia, ni coche, para estar un rato juntos, así que se dirigen en el autobús nocturno a la isla de Sentosa, unida a Singapur a través de un corto puente. Sentosa es un sitio de ocio, de pasárselo bien. A esa hora las discotecas de lujo, Attica, Four Roses, Bali, siempre de bote en bote, empiezan a ser abandonadas. Grace y Derek, cogidos de la mano, se acercan a la salida y observan a los jóvenes, vestidos a la última, peinados, teñidos, con cuidadoso descuido y dejando su fragancia de ochenta dólares tras de sí, mientras recogen sus deportivos y arrancan con aceleración y estrépito. Ellos no tienen dinero para entrar y, además, aunque lo tuvieran, en las más chic hay que hacerse socio previamente, vivimos juntos pero no revueltos ¿eh?, así que Derek y Grace solo pretenden dejarse invadir por la atmósfera de lujo, misterio, glamour de estos jóvenes europeos, americanos, asiáticos con caché, y respirar un momento su perfume vagaroso, mágico, mientras olvidan, fugazmente, la cebolla y el ketchup esparcidos por sus prendas y por su cuerpo.

Luego se acercan a una playa tranquila y esperan los albores del nuevo día. Hoy, como hace luna llena, se quitan ya sus ropas entre risas y cosquillas y, antes de que estén absolutamente desnudos, empieza a llover, a diluviar como si se les rompiera el cielo encima. Entonces, todavía quitándose el último zapato, o la braguita, corren gritando y riendo hasta entrar en el mar.
—¡No me salpiques! —le dice ella con sorna.
     — ¡Date prisa que nos mojamos! —le grita él en el mismo juego.
     Cuando se zambullen en el mar se encuentran ya a salvo, se abrazan y se besan bajo la cúpula de la superficie del agua, que tiembla bajo los impactos de la lluvia y, allá arriba, una luna misteriosa y joven se coloca una flor en el pelo.




     Llueve sobre las playas de Sentosa, sobre los jardines y los campos de golf, llueve sobre las estrellas numerosas de los hoteles, sobre los balnearios y las clínicas de spa, llueve sobre la ruleta de los casinos donde se reparte la suerte de la vida. Grace todavía recuerda, de niña, cuando su padre y su madre eran felices, luego todo se fue complicando, un churumbel tras otro hasta cinco, todo ello antes de los veinticuatro años, los trabajos que van y vienen y las deudas aumentando.
— Cuando te das cuenta —se desahoga la madre de Grace un día con ella—, tienes una montaña sobre ti, que te aprisiona, que te ahoga y de la que no te podrás liberar en el resto de tu vida. Viene entonces la época de los reproches a tu pareja, por ti estamos así, si tú cambiaras, si tú hicieras, solo el alcohol alivia el sufrimiento, la falta de perspectivas, luego vienen las discusiones, las agresiones, las separaciones, todo es una cuesta abajo sin fin.
Los ojos niños y tiernos de Grace lo recuerdan muy bien, ¡pobres papás!
—Por un momento nos sentimos afortunados, como dioses, jóvenes y fuertes, nos bañábamos juntos en las playas de Sentosa —prosigue ahora su madre, nostálgica, pero con un brillo especial en la mirada—, nos bañábamos de noche con la luna llena, o al amanecer y, cuando llovía, nos acurrucábamos bajo el agua, nos besábamos, hacíamos el amor y sacábamos nuestras cabezas a respirar, mientras la lluvia resbalaba por nuestras caras, muy juntas, y nos mirábamos con adoración. ¿Qué nos pasó después?

A veces, Grace, cuando está debajo del agua abrazada a Derek, en las mismas playas de Sentosa en las que un día se bañaba su madre, se acuerda de ella y se pone repentinamente triste, le entra el mal fario y, cuando sacan la cabeza a respirar, ella está llorando a lágrima viva, aunque él, tal vez, no se da ni cuenta. Entonces ella le echa los brazos por el cuello y le dice, al oído, temblando y estremeciéndose, con mucho sentimiento.
—¡Abrázame fuerte, Derek. Abrázame fuerte, amor mío! —mientras la lluvia los golpea una y otra vez con persistencia y resbala, luego, sinuosamente, por corazones tan blancos y tan inocentes.

     Llueve sobre el distrito de los negocios como llueve sobre el resto de los barrios, llueve con indiferencia, con mansedumbre, con monotonía en la manzana de los capitales blancos. Llueve sobre los empleados y directivos de las oficinas, de las factorías, de las tiendas, de las humildes hamburgueserías y llueve también sobre sus familias que tienen asimismo blancos sueños. Llueve como toda la vida, como toda la muerte, sobre el esfuerzo y las ganas de mantenerse en pie. Llueve de esta forma sobre la ciudad entera. O casi.

Y llueve sin pestañear, formando una cortina interminable de agua, de silencio y de sopor sobre la esquina de los capitales blanqueados, llueve sobre sus rascacielos, que son altos, pero no tanto como las nubes y se mojan igual, llueve sobre los capitales pendientes de blanqueo y llueve también sobre los que por mucho que llueva y llueva no se blanquearán jamás. Llueve sobre su dinero, que nunca es papel mojado, llueve sobre su oro, sobre sus diamantes, que brillan y brillan por siempre jamás, llueve sobre la riqueza que no tiene la claridad del agua, sobre su poder, que parece que lo compra y lo vende todo, lo inunda todo, todo está inundado ya, así que el cielo que haga lo que quiera —piensan los que están a cubierto en mansiones encaladas de blanco—, que pare, o que siga y siga, que no deje de llover y llover.

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