Grace y Derek son
dos jóvenes malayos pobres, que no tienen apenas nada, excepto quizá el uno al
otro. A sus respectivos padres, que viven o malviven cada uno por su lado, les
pasa, más o menos, lo mismo, toda su vida han sido pobres como ratas y,
probablemente, les ocurre a sus abuelos, aunque en realidad no saben ni qué fue
de ellos. Trabajan en el McDonald’s, en la parte de atrás, su chino es corto y
pueblerino y no digamos su inglés, a pesar de los nombres que les pusieron sus
padres, en el que apenas sobreviven, insuficiente en todo caso para atender al
público. Así que limpian, descargan, ordenan las mesas y también fríen las
patatas y hacen las hamburguesas si es necesario. Allí se conocieron y allí
siguen, tratándose con indiferencia, no sea que acaben por separarlos y
repartirlos en establecimientos diferentes, el negocio, ya se sabe, requiere
atención máxima, lo que se consigue estando un poco enfurruñado y hasta
cabreado, todo lo contrario a las ensoñaciones, divagaciones y hasta emociones
placenteras que suele producir el contacto con tu pareja, por la que te sientes
alucinadamente colgado.
Los sábados hacen el turno de noche y, como es un establecimiento
grande, céntrico y muy visitado, no cierra hasta las tres de la mañana y ellos
luego tienen que recoger, embalar, ordenar, limpiar las máquinas y dejar todo
listo para el día siguiente, así que, en torno a las cuatro menos cuarto salen
a la calle. Últimamente lo tienen muy claro, no tienen casa propia, ni coche,
para estar un rato juntos, así que se dirigen en el autobús nocturno a la isla
de Sentosa, unida a Singapur a través de un corto puente. Sentosa es un sitio
de ocio, de pasárselo bien. A esa hora las discotecas de lujo, Attica, Four
Roses, Bali, siempre de bote en bote, empiezan a ser abandonadas. Grace y
Derek, cogidos de la mano, se acercan a la salida y observan a los jóvenes,
vestidos a la última, peinados, teñidos, con cuidadoso descuido y dejando su
fragancia de ochenta dólares tras de sí, mientras recogen sus deportivos y
arrancan con aceleración y estrépito. Ellos no tienen dinero para entrar y,
además, aunque lo tuvieran, en las más chic hay que hacerse socio previamente,
vivimos juntos pero no revueltos ¿eh?, así que Derek y Grace solo pretenden
dejarse invadir por la atmósfera de lujo, misterio, glamour de estos jóvenes
europeos, americanos, asiáticos con caché, y respirar un momento su perfume
vagaroso, mágico, mientras olvidan, fugazmente, la cebolla y el ketchup esparcidos
por sus prendas y por su cuerpo.
Luego se acercan a
una playa tranquila y esperan los albores del nuevo día. Hoy, como hace luna
llena, se quitan ya sus ropas entre risas y cosquillas y, antes de que estén
absolutamente desnudos, empieza a llover, a diluviar como si se les rompiera el
cielo encima. Entonces, todavía quitándose el último zapato, o la braguita,
corren gritando y riendo hasta entrar en el mar.
—¡No me salpiques! —le dice ella con
sorna.
— ¡Date prisa que nos mojamos! —le grita él en el mismo juego.
Cuando se zambullen en el mar se encuentran ya a salvo, se abrazan y se
besan bajo la cúpula de la superficie del agua, que tiembla bajo los impactos
de la lluvia y, allá arriba, una luna misteriosa y joven se coloca una flor en
el pelo.
Llueve sobre las playas de Sentosa, sobre los jardines y los campos de
golf, llueve sobre las estrellas numerosas de los hoteles, sobre los balnearios
y las clínicas de spa, llueve sobre la ruleta de los casinos donde se reparte
la suerte de la vida. Grace todavía recuerda, de niña, cuando su padre y su
madre eran felices, luego todo se fue complicando, un churumbel tras otro hasta
cinco, todo ello antes de los veinticuatro años, los trabajos que van y vienen
y las deudas aumentando.
— Cuando te das
cuenta —se desahoga la madre de Grace un día con ella—, tienes una montaña
sobre ti, que te aprisiona, que te ahoga y de la que no te podrás liberar en el
resto de tu vida. Viene entonces la época de los reproches a tu pareja, por ti
estamos así, si tú cambiaras, si tú hicieras, solo el alcohol alivia el
sufrimiento, la falta de perspectivas, luego vienen las discusiones, las
agresiones, las separaciones, todo es una cuesta abajo sin fin.
Los ojos niños y
tiernos de Grace lo recuerdan muy bien, ¡pobres papás!
—Por un momento
nos sentimos afortunados, como dioses, jóvenes y fuertes, nos bañábamos juntos
en las playas de Sentosa —prosigue ahora su madre, nostálgica, pero con un
brillo especial en la mirada—, nos bañábamos de noche con la luna llena, o al
amanecer y, cuando llovía, nos acurrucábamos bajo el agua, nos besábamos,
hacíamos el amor y sacábamos nuestras cabezas a respirar, mientras la lluvia
resbalaba por nuestras caras, muy juntas, y nos mirábamos con adoración. ¿Qué
nos pasó después?
A veces, Grace,
cuando está debajo del agua abrazada a Derek, en las mismas playas de Sentosa
en las que un día se bañaba su madre, se acuerda de ella y se pone
repentinamente triste, le entra el mal fario y, cuando sacan la cabeza a
respirar, ella está llorando a lágrima viva, aunque él, tal vez, no se da ni
cuenta. Entonces ella le echa los brazos por el cuello y le dice, al oído,
temblando y estremeciéndose, con mucho sentimiento.
—¡Abrázame fuerte,
Derek. Abrázame fuerte, amor mío! —mientras la lluvia los golpea una y otra vez
con persistencia y resbala, luego, sinuosamente, por corazones tan blancos y
tan inocentes.
Llueve sobre el distrito de los negocios como llueve sobre el resto de
los barrios, llueve con indiferencia, con mansedumbre, con monotonía en la
manzana de los capitales blancos. Llueve sobre los empleados y directivos de
las oficinas, de las factorías, de las tiendas, de las humildes hamburgueserías
y llueve también sobre sus familias que tienen asimismo blancos sueños. Llueve
como toda la vida, como toda la muerte, sobre el esfuerzo y las ganas de
mantenerse en pie. Llueve de esta forma sobre la ciudad entera. O casi.
Y llueve sin
pestañear, formando una cortina interminable de agua, de silencio y de sopor
sobre la esquina de los capitales blanqueados, llueve sobre sus rascacielos,
que son altos, pero no tanto como las nubes y se mojan igual, llueve sobre los
capitales pendientes de blanqueo y llueve también sobre los que por mucho que
llueva y llueva no se blanquearán jamás. Llueve sobre su dinero, que nunca es
papel mojado, llueve sobre su oro, sobre sus diamantes, que brillan y brillan
por siempre jamás, llueve sobre la riqueza que no tiene la claridad del agua,
sobre su poder, que parece que lo compra y lo vende todo, lo inunda todo, todo
está inundado ya, así que el cielo que haga lo que quiera —piensan los que
están a cubierto en mansiones encaladas de blanco—, que pare, o que siga y
siga, que no deje de llover y llover.
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